Sobre Emilia Pérez
Salvador Medina
Hay una guerra cultural en Latinoamérica. Se ve en las calles de la Ciudad de México, en Tijuana, Oaxaca, Colombia. Hay una especie de reconquista económica que ha desplazado a miles de personas de sus hogares, aumentado servicios básicos, provocado el uso desmedido del inglés ante la incapacidad o renuencia de los inmigrantes (mal llamados “ex-pats”) por hablar el idioma local. Ahora esa guerra, ha llegado a la pantalla grande en nombre de ese bodrio cringe llamado Emilia Pérez.
Y el problema es el origen. Inspirada en una novela de Boris Razon, el guión de Emilia Pérez comienza con una toma aérea de la Ciudad de México y la ya tradicional voz infantil gritando desde un megáfono: “se compran colchones”…
A partir de ahí, las cosas se ponen peores. Zoe Saldaña interpreta a una abogada en un juzgado estilo Estados Unidos, con jurado y todo, donde ayuda a exculpar a un hombre del asesinato de su esposa. Antes de ello, prepara la declaración, inexplicablemente, en un puesto de tacos callejeros, mientras canta palabras mal traducidas que hablan de un cineasta incapaz o renuente de hablar el idioma local. ¿Les suena?
Todo es impresentable en Emilia Pérez. Es tan flojo y mediocre el trabajo, tan insensible y superficial, que el diario que usan en los puestos callejeros se llama “Periódico Azteca”. Es de una holgazanería, una miopía, que raya en la provocación.
Cuando en Hollywood dicen que la representación importa, a esto se refieren. Y es que Rita (Zaldaña) es convencida a billetazos de ayudar a un narcotraficante, incomprensiblemente llamado Manitas del Monte (Karla Sofía Gascón), a cambiar de sexo y desaparecer. Su esposa Jessi (Selena Gómez) no sabe de sus planes, pero Rita se asegurará de que tenga protección y la fortuna del criminal tras su operación.
Años después, Rita se encuentra en Londres donde una mujer le hace plática. Escupe el “no mames” más inorgánico en la historia del cine para recordarnos que es “mexicana” ante la revelación. Pues resulta que es el otrora Manitas, ahora como Emilia, que quiere ver a sus hijos y redimir algo de lo que hizo.
Es de esperarse que el trabajo de Jacques Audiard, un destacadísimo cineasta en otras ocasiones, sea ignorante del conflicto de la violencia en México. Pero lo que sí es de criticarse, y mucho, es la poca destreza con la que habla y trata el tema. Sí, es superficial, sí es incómodo, pero más que nada es mediocre. Es una película mediocre. Ver a Selena Gómez y a Zoe Saldaña cantar en un español irreconocible, que requiere de subtítulos cuando la primera canta, es un ataque a los sentidos.
Es imposible tomarse en serio una película sin pies ni cabeza. Hay una desconexión de la realidad entre un artista que se rehúsa a realizar una mínima investigación sobre el tema que quiere retratar. Y una mayor desconexión entre los críticos que la ven como una obra trascendental y no como un insulto a la inteligencia. Pero es que bobos hay en todos lados. Y los engañabobos están a la orden del día.
Hemos llegado a un punto de la historia moderna de la humanidad un poco incomprensible: Bad Bunny es más símbolo de la defensa de la latinidad que Guillermo del Toro. Emilia Pérez prueba que el privilegio de ser blanco siempre triunfará sobre cualquier minoría. No atreverse a hablar de este atentado cultural es ser cómplice de la usurpación de un tema que ha tocado a todo un país.
La cultura mexicana se merece más. Las víctimas de la violencia se merecen más. Y los que se atrevan a entrar a una sala a ver Emilia Pérez, se merecen una disculpa.
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