Ser de Chivas
Salvador Medina
En la época de las cavernas, los hombres se medían por su capacidad de cazar bestias que parecerían un dúplex hoy. De eso dependía la supervivencia del grupo y, en buena manera, las relaciones entre padres e hijos. Pasaron millones de años y no mucho cambió. Los padres dejaron la casa para luchar pero cambiaron los arcos y las lanzas por portafolios para el escritorio o guantes para el campo.
Y lejos, el niño seguía buscando la aprobación del padre que regresaba demasiado cansado o sin el interés de educarlo. Somos un cliché. El sexo masculino quiero decir. Las mujeres han soportado absolutamente todo de nosotros y ahí van, superándose, llegando a la luna, mientras nosotros seguimos aprendiendo a atarnos las agujetas.
El gran dilema es que a ser hombre se aprende. Y en ese rango, existen infinitas definiciones. En el contexto de las elecciones de Estados Unidos, 62 por ciento de los hombres blancos votaron por Donald Trump. ¿Qué maldito ejemplo de vida tuvieron que ese cabrón es alguien digno de su reverencia? Estoy convencido que los grandes problemas de la humanidad se deben a inseguridades masculinas, pero eso es tema de otro texto (que estoy escribiendo, denme tiempo).
En fin. Las excursiones por supervivencia se convirtieron en otros rituales conforme fuimos quesque evolucionando. Y hoy, son los deportes que practicamos. Dentro de éstos, el más bello de todos es el fútbol. Aquí no hay debate. Disculpen. No es éste un foro donde van a venir a explicar las virtudes del béisbol (que amo), el básquetbol (que tolero), o mucho menos el americano (que ni fútbol merece ser llamado). En la redonda se funden las mayores cualidades atléticas del ser humano. El fútbol es nivelador, es lo más democrático que existe. De ahí que Estados Unidos gane en todos los deportes a cualquier país pero en fútbol pierda con Trinidad y Tobago.
El fútbol es la única meritocracia real. Y el amor al fútbol se hereda, se transpira, se transfiere por ósmosis. Aprendí eso de mi padre, como todos los hombres que aman a su equipo de fútbol. Jorge Medina Viedas fue (es, para mí) un hombre de principios absolutos. Al haber sido figura pública tiene críticos. Al haber sido revolucionario tiene traidores. Y al haber sido impecable tiene detractores. Y fallas las tuvo, muchas. Fue mortal a final de cuentas. Pero todas esos errores eran virtudes. Se equivocaba al confiar demasiado en la gente, en esperar lo mejor de otros, en creer cuando le decían que iba a cambiar. Jamás esperó algo malo de nadie. Y si eso era una falla, quiero inculcársela a mi hijo.
Así lo vi transitar por la vida, admirado del país en que le tocó nacer pero intentando cambiarlo para bien. Desde que pudo, me puso en frente a Vasconselos, Ibargüengoitia, Novo. Quiso influenciar en mí cierta fascinación por el arte y la creación. Lo logró, sí. Pero mi camino después me llevó a otros lares. Cambié los Vasconselos, los Ibargüengoitia y los Novo por los Spike Lee, los Coen, los Scorsese. Lo entendió a regañadientes, cosa que nos causó fricción hasta el último momento. Pero cuando había diferencias nos volteábamos hacia nuestra gran frustración: las Chivas rayadas del Guadalajara.
Entendí gran parte de mi vida desde la perspectiva de ser de Chivas. La fidelidad, la mexicaneidad, la fraternidad, el amor al próximo. Antes de casarme con mi esposa le dije: tengo muchos defectos pero de mi equipo de fútbol aprendí la fidelidad. El día que nos prometimos amarnos para siempre frente a nuestras familias, en el momento en que fuimos pronunciados como esposos, grité hacia arriba “¡Dale, Rebaño!“. Es mi grito de guerra, mi La Patria es primero.
Mi padre me llevó pocas veces al estadio. Conforme las barras se fueron apoderando del fútbol mexicano, y él fue envejeciendo, comencé a ir con mis amigos. Cuento entre mis convertidos a dos americanistas (aunque uno de ellos hasta la fecha asegure que fue influencia conjunta).
En 2010, obtuvimos boletos para el nuevo estadio de Chivas que albergaría un juego contra el Manchester United en su inauguración y que significaría la despedida de Javier Hernández a Europa. En el camino de Ciudad de México a Guadalajara nos topamos a decenas de grupos con playeras de las Chivas buscando un aventón a nuestro destino. Personas que, al igual que yo, harían lo que fuera por estar ahí.
Chivas es grande no sólo por sus campeonatos sino también por lo que representa. En una época en que ser mexicano está mal visto, las Chivas ofrecen refugio. Eso ha sido eterna discusión con amigos entre copas y reclamos de nuestra pasión a la camiseta rojiblanca: Chivas te da valores.
En el más reciente campeonato contra Tigres, mi padre me escribió un mensaje que era común en su claridad intelectual y que hoy recuerdo con un enorme cariño: “Lo de esta noche es realmente grandioso: fue un misil nacionalista en el corazón de la cultura sumisa y dominada por las nuevas élites”.
Mi padre, con una capacidad mucho mayor que la mía, puso en claro algo: ser de Chivas es contestatario, es revolucionario, es una declaración de principios. El club deportivo Guadalajara no es un equipo de fútbol. Es una actitud ante la vida.
Mi hijo apenas tiene menos de un año y medio pero mi esposa escoge, cada vez que puede, la camiseta de las Chivas como la vestimenta que llevará Matías en su día. Es, para mí, señal de estar haciendo algo bien. Y sobre todo del camino que estamos eligiendo para él. Complicado, sí, más en el contexto actual. Pero con la rojiblanca pegada a la piel y el escudo pegado al corazón, la vida le será más fácil.
¡Dale, Rebaño!