El dilema de Cancel Culture
Salvador Medina
Los últimos años han sido reveladores e importantes para los movimientos que han expuesto a acosadores, abusadores y depredadores sexuales. El movimiento #MeToo fue un gran parteaguas para hacer responsables a personas, en su gran mayoría hombres, que habían usado su privilegiado papel en la sociedad para subyugar y reprimir a otros, manteniendo y presumiendo su poder.
En el camino han caído personalidades que parecían intocables, sobre todo magnates de los medios como Roger Ailes, Bill O’Reilly y Harvey Weinstein, personalidades que estaban encumbrados en un pedestal que resultó ser más frágil de lo esperado ante la justificada indignación generalizada de la sociedad.
Poco a poco, esa búsqueda por responsabilidad se convirtió en lo que muchos han llamado Cancel Culture: exponer a personajes de la vida pública que han hecho actos inapropiados, han realizado comentarios ofensivos, sacados de contexto o correctamente atribuidos, para frenar su carrera profesional.
La gran mayoría de los casos han servido para traer a cuentas a personas que han usado su poder y estatus para realizar acciones que les han permitido fortalecer su poder y estatus (llámense hombres anglosajones blancos). Pero, en otras ocasiones, ese poderío que han acarreado las redes para exponer las injusticias de un sistema han sido utilizadas para enjuiciar y encasillar a personas dentro una misma caja. Parece pues que es más importante dar una lección a alguien que conseguir algo significativo. Y de ello, hay muchos ejemplos.
Bryan Cranston, el destacado actor cuyo papel como Walter White en Breaking Bad lo encumbró en la cima de Hollywood, fue enormemente criticado por interpretar a un hombre paralítico en Amigos Por Siempre sin tener alguna discapacidad. Su compañero en la película, Kevin Hart, fue orillado a renunciar como conductor de los premios Óscar tras resurgir comentarios homofóbicos que había publicado en su cuenta de Twitter por los que incluso ya se había disculpado. Pero estas ideas aleccionadoras no son exclusivas de figuras públicas, sino que han llegado incluso a diseccionar obras de ficción.
Booksmart, la introspectiva y reveladora película de Olivia Wilde sobre los tropos identatarios de la preparatoria y las presiones sociales que sufren las mujeres, fue criticada por su supuesta angosta visión sobre el ingreso a las universidades en Estados Unidos. Alison Willmore escribió para BuzzFeed que le parece hilarante que “la lección de todos los que ingresan a instituciones de educación superior de élite mientras trabajan la mitad de duro que el personaje principal es que ella juzgó mal su inteligencia y no que los otros son más ricos o están mejor posicionados que ella”. Willmore asume que el microuniverso de una película debe hablar por todo el mundo y exponer todas las fallas que hay en un sistema que ha favorecido históricamente a los blancos privilegiados. Pero Willmore olvida dos cosas vitales: se trata de ficción y de una simple comedia.
Lo mismo sucedió con Bird Box, la apocalíptica obra de ciencia ficción de Netflix, que imagina un mundo donde monstruos te llevan al suicidio si haces contacto visual con ellos, pero las únicas personas que pueden verlos sin ese impulso son personajes con enfermedades mentales.
“El poner como villanos a personas con enfermedades mentales en Hollywood no es algo nuevo. Pero Bird Box parece usar esta estigmatización y sensacionalización del suicidio como una medalla de honor”, escribió Jess Joho para Mashable. Y así, ese escrutinio parece volverse cada vez más absurdo, al grado de llegar a dañar esa búsqueda por corregir lo que se ha hecho mal, tanto en el arte como en la sociedad. Y eso no es exclusivo de Estados Unidos.
En México, Armando Vega-Gil, bajista de la banda Botellita de Jerez, se suicidó tras ser acusado de agresión sexual. El caso generó una obvia polémica por tratarse del más público hasta el momento, pero distó de ser el último.
Los comediantes mexicanos Ricardo O’Farrill y Sofía Niño de Rivera han sido blanco de críticas por actos que han hecho sobre el escenario. El primero fue acusado de pederastia, de ese nivel el escándalo, por un chiste que realizó en uno de sus especiales. Niño de Rivera ha sido señalada de racismo, de igual manera, por comentarios hechos en el contexto de la comedia.
Quienes llegan a esos señalamientos dejan de lado que la comedia ha sido históricamente el canal donde hablar de cualquier tema es absolutamente válido, un lugar libre de prejuicios y estigmas. Y, además, ambos están haciendo uso de su voz poética: son, a fin de cuentas, personajes contando una historia con el fin de hacer reír. No todo lo que dicen puede ni debe ser verídico.
Bien lo dijo el comediante Dave Chappelle cuando regresó a Washington a recibir el prestigioso premio Mark Twain a la comedia: “éste puede ser el último lugar en Estados Unidos para decir lo que queremos decir y reírnos de lo que queremos reírnos. Es tierra sagrada”.
Para educar a otros hay que educarse. Y, como sociedad, no podemos progresar sin corregir el camino que nos ha llevado hasta este particular punto de la historia.
El gran problema de “cancelar” a alguien por declaraciones o actitudes en su pasado es que se asume que una persona es estática, que no puede cambiar de opinión y que es imposible educar a alguien sobre temas que están cambiando más rápido que nunca.
Hoy, como no había sucedido antes, existen espacios para debate, para concientizar, para educar. El arte y los nuevos medios han sido esenciales para ello. Pero buscar imponer una ideología sobre otros, jamás será una buena forma de generar cambio y ése debe ser el fin último de la cultura.
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