‘La Muerte de Stalin’ – Reseña
Salvador Medina
Es inconcebible pensar que Armando Iannucci pueda dar a luz, una y otra vez, a proyectos que exponen a los políticos como meros bufones. Lo había hecho con menor reconocimiento en The Day Today y otros proyectos, pero fue desde In The Loop que su nombre es sinónimo de sátira política.
La enorme cualidad de Iannucci es que puede traducir su discurso a otros contextos y volverlo relevante. Así sucedió posteriormente con Veep, la serie de comedia más galardonada y reconocida de la última década y que se introduce al mundo de Washington y las personas que buscan escalar en el gobierno o beneficiarse de él.
Iannucci, a diferencia de otros autores que dan a los políticos grandes virtudes o enorme capacidad de imaginar tácticas para someter a sus oponentes, los expone como bufones. Para él, la política es un juego de niñacos.
Y como es su estilo, en La Muerte de Stalin (The Death of Stalin) se enfoca en lo que sucede tras bambalinas del poder. Y como siempre, con extraordinarios resultados.
Inspirada en la novela gráfica de Fabien Nury y Thierry Robin, La Muerte de Stalin continúa la misma tendencia de la obra de Iannucci.
En una noche ordinaria, Stalin (Adrian McLoughlin), el líder de la Unión Soviética, convive con sus allegados entre vodka y anécdotas. Lo acompañan Lavrenti Beria (Simon Russell Beale), Georgy Malenkov (Jeffrey Tambor), Vyacheslav Molotov (Michael Palin) y, por supuesto, Nikita Khrushchev (Steve Buscemi).
Del otro lado de la ciudad, se lleva a cabo un elegante concierto de piano. Casi finalizado, el productor de radio Andreyev (Paddy Considine) recibe una llamada desde el Kremlin: Stalin requiere la grabación del concierto. Para infortunio de todos, se estaba transmitiendo en vivo nada más. Es así que ante el temor de las represalias, obliga a todos, incluidos público, orquesta y la pianista Maria Yudina (Olga Kurylenko), a quedarse para la grabación.
Pero Maria se opone a hacerlo. Es así que Andreyev la convence de quedarse a cambio de una recompensa económica. Pero una vez terminado el concierto, Maria introduce una nota a la grabación, que habrá de llegar a manos del dictador.
Tras terminar la noche de juerga, Stalin se retira a sus aposentos donde recibe la grabación. Ahí, lee la nota de Maria, quien lo acusa de traidor y asesino. Stalin no puede más que reír, pero es tal la agitación que caiga fulminado.
Stalin yace así toda la noche hasta que es descubierto cuando le es llevado el desayuno. Toda la clase política alrededor del líder soviético se moviliza para ver cuál es el siguiente paso, si es que Stalin sobrevive o no.
El trabajo del ensamble de La Muerte de Stalin es impecable. No hay un actor que no brille en ciertos momentos o se arrastre frente a otros. Si bien Buscemi es por lógicas razones quien mayor peso lleva en la historia, es de destacar el papel de Tambor, cuyo Malenkov es patético y risible.
Iannucci nos expone a una clase política voraz pero incapaz de atarse los zapatos. Cada uno se tropieza con su propia impertinencia en esa búsqueda de llegar a la cima. Y así lo hace siempre el director: la clase política no está llena de los más capaces, sino de tipos ordinarios que siempre nos hacen preguntarnos cómo diablos llegaron hasta ahí.
A Iannucci poco le importa la veracidad de los acentos. Es más: en La Muerte de Stalin deja que cada quién hable en su acento natural. Eso sirve sin duda en una película de ensamble como ésta. Cada quién utiliza sus mejores recursos para sumergirse en su personaje y entregar cada línea de manera precisa, y finalmente, hilarante.
Así, Nikita Khrushchev se presenta de manera diferente cuando lo interpreta Buscemi con un claro y notorio acento norteamericano. Y el resultado es genial.
La Muerte de Stalin es relevante tanto por su contenido como por el contexto actual, en el que tantos dictadores y autócratas están llegando peligrosamente al poder. Quienes los rodean, no sirven sino a sí mismo, no al país, al gobierno, o a los ciudadanos. Y de ahí Iannucci sea tan relevante como siempre.
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